Historias

Treinta y seis y subiendo…

PRÓLOGO I

Poco después llegué al trabajo. Aquel relax que sentía al escuchar al locutor de radio, se disipó por completo. Nada más entrar al despacho mi mundo pasó de ser  color azul cielo a negro azabache. Los compañeros corrían de un lado a otro enganchados a sus teléfonos móviles y con cara de no haber sonreído en años, las cabezas asomaban por encima de los separadores de las mesas con la intención de recibir una señal divina por parte de otro compañero, que les ayudara a superar su largo día de trabajo. De cien personas que podían encontrarse en esa sala diáfana, sin apenas luz natural y con un ambiente bastante enrarecido, aproximadamente quince tenían cara de estar disfrutando con lo que hacían.

Caminé por el pasillo con paso ligero hacia mi despacho. Lo único que me reconfortaba al entrar cada día a aquel edificio, era pensar que yo tenía la suerte de disfrutar de mi propio espacio. No era necesario codearme con nadie de aquella sala que me chupara la poca energía que tenía.  No necesitaba que nadie me envenenara más, no quería escuchar continuamente lamentos por tener un déspota por jefe o un compañero poco profesional. La vida me había castigado con unos compañeros poco agradables, pero me había premiado con un despacho amplio, soleado y lo que es más importante, para mí solita.

A las 8:05 ya estaba de nuevo instalada en mi mesa de trabajo; ordenador en marcha, agenda revisada, y cafetera conectada. Todo estaba preparado para la primera reunión del día, sólo me faltaba revisar de nuevo las propuestas de los últimos proveedores que habían solicitado trabajar en el nuevo proyecto. Apenas me llevaría media hora revisar todas las propuestas, así que tenía tiempo suficiente por si debía realizar algún cambio.

Cuando me disponía a leer el primer breafing, sonó mi teléfono de mesa. En la pantalla del teléfono se podía leer Sr. Paco Meneses. Se trataba de mi jefe. ¿Que querría este hombre ahora? ¿No podía esperar para explicármelo en la reunión?

No quería coger el teléfono, estaba convencida que quería modificar algo a última hora y eso haría que retrasáramos la reunión que habíamos concertado, hacía más de un mes, para definir la estrategia a seguir en el proyecto más importante de toda mi carrera. Titubeé, pero finalmente cogí el teléfono. Al otro lado se escuchaba una voz grave, de esas conseguidas a base de fumar cigarrillos a todas las horas de día. La persona que estaba detrás de esa voz necesitaba que fuese a su despacho para comentarme algo de vital importancia.

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